En
los libros de texto de las escuelas anarquistas de principios del
siglo XX se les planteaba a los alumnos, típicamente, problemas como el
siguiente: “Dado que un obrero confecciona tres sombreros por jornada,
siendo remunerado con 1 peseta cada uno, y dado que el patrón de la
fábrica los vende a 10 pesetas, ¿cuánto dinero le robó el patrón al
obrero?”. Se las llamaba escuelas “racionalistas”, y su creador, el
catalán Francesc Ferrer i Guárdia, que fomentaba el librepensamiento,
fue puesto frente a un pelotón de fusilamiento en 1909. En sus escuelas
no se practicaba la disección en vivo de animales. Se llevaba a los
párvulos de excursión para que intimaran, por la calle, en el cielo,
bajo una baldosa, con el reino animal. Tampoco se daba mucho calce a
las diferencias de rango entre maestros y alumnos. Todos aprendían. Y
aprendían que en el mundo del futuro no habría jerarquías, ni
prisiones, ni patrones, ni policías, ni políticos, ni dioses, ni
ejércitos, ni maridos, ni tan siquiera arreo de ganado hacia las
carnicerías. Simple y contundente, aunque inconcebible. En todo caso,
su futuro era el revés de nuestra actualidad. Su antípoda.
Cuesta recuperar hoy el asombro que en su
día suscitaron lemas anarquistas como “La propiedad es un robo”, de
Pierre-Joseph Proudhon, o “La anarquía es la más alta expresión del
orden”, del príncipe Piotr Kropotkin, o “La pasión por la destrucción es
también una pasión creadora”, de Mijail Bakunin, o la más anónima y
generalizada “Ni Dios ni Amo”. Era gente que no pretendía “mejorar” la
sociedad sino trastornarla y recomponerla sobre fundamentos
desjerarquizados y amistosos. Nada mal, y sin embargo concitaron el
pánico de los burgueses y el desdén de los superados y de los que gustan
mandar, porque no apelaban a un mañana mejor, como hacen los políticos
de todas las épocas, sino a un porvenir otro. En la iconografía ácrata
de antaño se destacan las repetidas figuras de obreros hercúleos a
punto de descargar un mazazo sobre fábricas humeantes. No es el
capitalista –no únicamente– el objeto de la inminente demolición, sino
la sociedad industrial entera. Cuando imaginaban el futuro, no era
entre cintas de montaje, sino con sol, en escenarios que aunaban
bucolismo y sensualidad, como si en arcadia, o en edén, en una tierra
indolora y fructífera. Es la gloria de los castigados de siempre, un
lugar donde ya no se sufre, o donde se pueda sufrir en paz.
Aunque enemigos de todo poder de turno,
jamás los anarquistas se empeñaron en ejecutar una revolución
“política”. Cuando firmaban su correspondencia lo hacían con la formula
“Salud y R.S.”, es decir Revolución Social. Dado que no querían escalar
la pirámide, a fin de no reproducir su plan arquitectónico, entonces
el futuro estaba antes, no después. No hay cosecha sin siembra previa y
a ese tipo de semillas más luego se las llamaría “contraculturales”.
Estas eran: la autarquía individual, la organización social por
afinidad, el amor al mundo, la procreación consciente, la acción
directa, el nudismo, el vegetarianismo, la emancipación femenina, la
ayuda mutua, la deserción ante el llamado a filas, la animadversión al
voto, el reparto del invento del Dr. Condom en las barriadas obreras.
Nada más lejano de lo que ahora se entiende por lucha sindical y
política. Por comparación, el progresismo contemporáneo es pusilánime.
En suma, el futuro previsto suponía un trastrocamiento cultural muy
anterior, de manera que cuando llegara el gran momento hasta la última
persona que hubiera en la tierra ya estaría transformada en anarquista.
Así que el tiempo de la promesa era el entonces y no un sueño de nunca
jamás. Era preciso cambiar la vida y para ello el tiempo debía girar
en espiral, contra sí mismo, hasta devenir orbe nuevo. La divisa
anarquista siempre fue “Vive ahora tan libremente como te gustaría que
se viviera en el futuro”.
En particular, la promoción del “amor
libre”, y en ello fueron insistentes en sus publicaciones, les valió la
frecuente atribución de promotores de la poligamia, todo un tema a
fines del siglo XIX, época de consolidación del matrimonio burgués,
cuando hasta el bisabuelo de Mitt Romney, actual candidato republicano a
la presidencia de los Estados Unidos, tuvo que huir a México
perseguido por “mormón bígamo”. En 1896 se editó en Buenos Aires un
folleto titulado Un episodio de amor en la Colonia Cecilia , donde se
cuenta la historia verdadera de una mujer anarquista que tomó por
pareja, simultáneamente, a dos compañeros suyos. Asimismo, se incluyen
las respuestas que ella, Eléda, ofreció a una encuesta sentimental
acerca del amor tripartito. La Colonia Cecilia era una comunidad
utópica fundada seis años antes por doscientos anarquistas llegados de
Italia sobre terrenos cedidos por Pedro II, emperador del Brasil, en el
Estado de Paraná. El experimento se prolongó por cuatro años y la
publicación del folleto, en una colección titulada “Propaganda
emancipadora entre las mujeres”, tenía por objetivo propagar el “amor
plural” o “poliamor”, una consigna radical, entonces y ahora, difundida
por el ácrata francés Emile Armand en sus revistas L’Ére Nouvelle ,
L’Anarchie , y L’Unique .
Un año después, en 1897, el periódico La
Autonomía , publicado en Buenos Aires, incluía este enunciado en su
portada: “No hay sino una doctrina en la vida. Esta doctrina tiene una
sola fórmula. Esta fórmula sólo una palabra. Gozar”. Sin duda los
anarquistas estaban en este mundo, pero en nombre de otro mundo.
Considérese nuestra distancia con el
pasado. Tres años atrás el Parlamento argentino aprobó una ley que
habilitaba la unión matrimonial entre personas del mismo sexo, un hito
más en la inclusión de la mayor cantidad de “identidades” al interior
del estado de derecho.
Pero a los anarquistas el matrimonio
siempre les pareció una beatería laica, o sea la mejor síntesis posible
entre sexo y dinero, en desmedro de otras invenciones afectivas “más
amigables”, y además, para celebrarlo, ya estaba la Iglesia. Así como,
en política, la presencia parlamentaria de la minoría concede
legitimidad a la mayoría electoral, el matrimonio de “minorías” lo hace
con el contrato clásico, hoy sólo soportable merced a la cláusula legal
del divorcio, que anticipa su fracaso.
También, en una época anterior, la
demanda de sexo “pre-matrimonial” suponía la defensa del monopolio en sí
mismo. Por el contrario, los anarquistas propagaron varias
alternativas, más frecuentemente la unión libre de dos voluntades sin
intervención alguna de Familia, Iglesia o Estado, y en tanto el buen
afecto perdurase, pero también se sintieron llamados a ingeniar
relaciones amorosas más libres o a repeler en bloque la convivencia en
sí misma, tal cual lo expresó cáustica y ominosamente Max Stirner en El
Unico y su propiedad , biblia del anarco-individualismo: “Los crímenes
surgen de las ideas obsesivas. El matrimonio es una idea obsesiva”.
Y por cierto, uno de los miembros de la
Colonia Cecilia era un tal Gattai, cuya hija, Zelia, se casaría en
Bahía, Brasil, con el novelista Jorge Amado, que trasvasaría aquella
historia de amor de a tres a su libro Doña Flor y sus dos maridos , de
1966.
Considérese asimismo que ya a principios
del siglo XX La Protesta , el diario tradicional de los anarquistas
argentinos, publicaba en primera plana críticas al mantenimiento de la
virginidad entre las adolescentes, que Severino Di Giovanni, declarado
por la policía federal su “Enemigo Público nº 1”, se tomó su tiempo,
entre una y otra expropiación a mano armada, para publicar el folleto
“La virginitá stagnante”, y que Federica Montseny, ministra anarquista
de salud de la República Española, permitió en 1937 la interrupción
voluntaria del embarazo en los hospitales públicos.
En 1914, Pierre Quiroule, francés pero
radicado en Argentina, diseñó el mapa de una ciudad libertaria ideal,
que fue publicada bajo el título La ciudad anarquista americana. Serían
10.000 habitantes, sin horarios de trabajo, niños criados en común y
muchas palmeras por las calles. Allí hay de todo, no escasea lo
importante, pero no hay prisiones. Si alguna institución concitó el
aborrecimiento de los anarquistas, fue la cárcel. Son incontables los
folletos y libros –notoriamente Las prisiones , de Kropotkin– dedicados a
condenarla, y desde ya que su revolución no contemplaba su
permanencia. Uno de los primeros actos de los anarquistas una vez
iniciada la Guerra Civil Española fue el derribo de la cárcel de
mujeres de Barcelona a fuerza de pico y de maza. En el mismo momento,
pero en Madrid, el calderero y torero anarquista Melchor Rodríguez, que
sería último alcalde de la ciudad antes del ingreso de las tropas
franquistas, se ocupó de refugiar a cientos de burgueses y gente de
derecha en una mansión ocupada ex profeso a fin de protegerlos de las
turbas que pretendían lincharlos. Incluso las mantuvo alejadas a punta
de fusil, en el entendimiento de que la ética libertaria se mide por el
trato dado a los adversarios.
Pero no habría ninguna revolución
socialista en el siglo XX que se privara de levantar muros de prisiones o
de campos de concentración apenas el poder del Estado cambió de manos,
ni en Rusia, ni en China, ni en Mongolia, Camboya o Cuba. Todavía en
1971 La Protesta denunciaba las “cárceles del pueblo” que habían puesto
de moda, primero los Tupamaros en el Uruguay y seguidamente los
Montoneros en la orilla opuesta: “Ahora los guerrilleros proclaman
libertad y justicia para unos; para otros, represión y cárcel. Vuelven a
dividir a los hombres en represores y reprimidos, en buenos y malos,
en santos y demonios. Han dado vuelta la tortilla. Por todo esto la
cárcel del pueblo hiede.” En su mundo imaginado no habría rejas, lo que
no quiere decir que no se previeran otras formas de dirimir los
inevitables conflictos.
Pero algo no se echaría en falta en ese
mañana dado vuelta: no habría líderes ni políticos. Los anarquistas
decían que los políticos demócratas y republicanos venían con máscaras, o
bien eran ilusionistas –como ahora–, que los socialistas eran poco
menos que “pisaalfombras”, y que los marxistas aspiraban a fundar
tiranías. No había para ellos consigna más inconducente que aquella que
reza que si uno no se ocupa de la política, la política se ocupará de
uno, pues justamente eso suponía ser transformado en político, en ser
bifronte, sólo preocupado por el mantenimiento del andamiaje, aunque en
nombre del bien común. En verdad, la posibilidad de un futuro distinto
al que efectivamente triunfó en la Modernidad, a saber, la
industrialización de todas las dimensiones de la vida social, incluyendo
cuerpos, animales y conocimientos, estuvo obturada desde un comienzo,
porque las ideologías significativas de los siglos XIX y XX se
cuadraron ante la fecha del tiempo que llamamos “progreso”. Además, y
sin excepción, se dedicaron a embutir la imaginación política de los
ciudadanos en una cobertura cupular, la representación, que oscureció
cualquier otro horizonte, y eso en lo que atañe a la verdad, al
entretenimiento y a la acción política. Ambos procesos confluyeron en lo
mismo: el goce mantenido en estado de promesa permanente, es decir
malogrado. Lo cierto es que la vida es algo que sucede antes de
morirnos. Y ahora ya es tarde, aun cuando el amor y la libertad siempre
añoren ser reinventados. En su época, el panorama futuro de los
anarquistas parecía fantasioso o inquietante, pero hoy nos resulta
enigmático. Si antes era medio imposible, hoy es casi impensable.
Christian Ferrer
Fuente original: http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/La-utopia-anarquista_0_686331372.html
Fuente: http://grupodeestudiosgomezrojas.wordpress.com/2012/04/23/filosofia-la-utopia-anarquista-por-christian-ferrer/#more-2037
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