En
esta ocasión presentamos un escrito de Rudolf Rocker, reconocido
teórico del anarquismo (sólo es menester recordar su memorable
“Nacionalismo y Cultura”) y constante luchador por la causa sindical.
Cercano a anarquistas como Gustav Landauer, Agustín Souchy y Max
Nettlau, Rudolf Rocker cumplió un papel fundamental en la fundación de
la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) en 1922.
http://www.portaloaca.com/pensamiento-libertario/5212-sociedad-y-clase-por-rudolf-rocker.html
Admirador de Nestor Makhno y personaje
influyente en el movimiento obrero judío de Alemania,
Rocker, según cuenta en su autobiografía, conoció en su agitada vida de
luchador social a Elíseo Reclus, Piotr Kropotkin y Louise Michel, entre
otros.
La lectura que citamos hoy, que lleva por
título “Sociedad y Clase”, nos entrega una visión crítica del concepto
de “clase”, desprendiendo de esto la permanente sospecha ante los
“esencialismos”, las “verdades absolutas” y los dogmas muertos. En este
sentido, es que Rocker señalará los defectos de los conceptos
colectivos y de las generalizaciones, sosteniendo que
(…) el pensamiento y la acción del hombre no son sólo un resultado de su incorporación a una clase. Está sometido a todas las influencias sociales imaginables y, sin duda, también depende, en parte, de ciertas disposiciones innatas que encuentran la expresión más variada bajo la acción del ambiente social circundante.
Una interesante lectura para avivar las miradas críticas del anarquismo y comprender, con ello, la amplitud de su ideario.
Grupo de Estudio José Domingo Gómez Rojas
http://grupogomezrojas.org
“Sociedad y Clase”, por Rudolf Rocker.
El período iniciado después de la
pasada guerra mundial, y que hoy ha conducido a una nueva catástrofe de
incalculable alcance, no solamente ha echado por la borda una cantidad
de instituciones políticas y sociales, sino que ha dado también una
nueva dirección al pensamiento y lleva hoy a la conciencia de muchos lo
que algunos habían reconocido hace tiempo. No sólo se ha producido una
modificación en el pensamiento de las capas burguesas de la sociedad;
el mismo cambio se advierte también en el campo del socialismo. La gran
mayoría de los socialistas que han creído con Marx en la misión
histórica del proletariado y sostuvieron con el marxismo que “de todas
las clases que se encuentran hoy frente a la burguesía, sólo el
proletariado es una clase realmente revolucionaria”, se encuentran
ahora ante fenómenos que no se puede explicar con argumentos puramente
económicos. Era muy cómodo ver en el proletariado al heredero de la
sociedad burguesa y creer que eso obedecía a férreas leyes históricas,
tan inflexibles como las leyes que rigen al universo.
Este es el defecto inevitable de todos
los conceptos colectivos y de las generalizaciones arbitrarias. Pero el
pensamiento y la acción del hombre no son sólo un resultado de su
incorporación a una clase. Está sometido a todas las influencias
sociales imaginables y, sin duda, también depende, en parte, de ciertas
disposiciones innatas que encuentran la expresión más variada bajo la
acción del ambiente social circundante. Seis hijos engendrados por el
mismo padre proletario, dados a luz por la misma madre proletaria y
crecidos en el mismo ambiente proletario, siguen, en el desarrollo de
su vida ulterior, los caminos más divergentes y son atraídos por toda
suerte de aspiraciones sociales, o son reacios a todo sentimiento
social. Uno llega al campo hitleriano, el otro se vuelve comunista,
socialista, reaccionario, revolucionario, librepensador o sectario
religioso. ¿Por qué ocurre eso? No lo sabemos, y tampoco los mejores
ensayos de explicación son capaces de descubrirnos absolutamente el
desenvolvimiento del individuo.
Si el pensamiento de la evolución tiene
un sentido, sólo puede consistir en el hecho que todo fenómeno lleva
en sí las leyes de su formación gradual, leyes que se ajustan a las
condiciones externas del ambiente social y natural. Ya el hecho
singular de que la fe en la “misión histórica del proletariado”, la
idea misma del socialismo, no han nacido del cerebro de los llamados
proletarios, sino que han sido inventadas por descendientes de otras
clases sociales y fueron presentadas a las clases trabajadoras como un
condimento listo para el consumo, debería sonar algo críticamente.
Casi ninguno de los grandes precursores
y animadores del pensamiento socialista ha surgido del campo del
proletariado. Con excepción de J. P. Proudhon, E. Dietzgen, H. George y
algún par de ellos más, los representantes espirituales del socialismo
de todos los matices han surgido de otras capas sociales. Ch. Fourier,
H. Saint-Simon, E. Cabet, A. Bazard, C. Pecqueur, L. Blanc, E. Buret,
Ph. Buchez, P. Leroux, Flora Tristan, A. Blanqui, J. de Collins, W.
Godwin, R. Owen, W. M. Thompson, J. Gray, M. Hess, K. Grün, K. Marx, F.
Engels, F. Lasalle, K. Rodbertus, E. Düring, M. Bakunin, A. Herzen, N.
Chernichevsky, P. Lavroff, Pi y Margall, F. Garrido, C. Pisacane, E.
Reclús, P. Kropotkin, A. R. Wallace, M. Fluerschein, W. Morris, N
Hyndman, F. Domela Nieuwenhuis, K. Kautsky, F. Tarrida del Mármol, F.
Mehring, Th. Hertka, G. Landauer, J. Jaurés, Rosa Luxemburg, H. Cunow,
G. Plekhanof, N. Lenín y centenares más, no eran miembros de la clase
obrera.
No fueron las leyes de la “física
económica” las que llevaron a esos hombres y mujeres al campo del
socialismo, sino principalmente motivos éticos, aun cuando quizás en
algunos también hayan intervenido otros factores. Su sentimiento de
justicias se rebeló contra las condiciones sociales de su tiempo y dio a
su pensamiento una orientación determinada.
Y, por otra parte, vemos que hombres
como Noske, Hitler, Stalin y Mussolini, que han surgido de las más
bajas capas sociales, se han elevado a la categoría de los peores
enemigos de un movimiento obrero independiente y se convirtieron en
vehículos conscientes de una reacción social cuya significación para el
próximo futuro de la historia humana no se puede calcular todavía.
Si se pudiera probar que la pertenencia
a una clase determinada influye tan fuertemente en el pensamiento y en
el sentimiento del hombre que le distingue, por toda su esencia, de
los miembros de las otras clases sociales y le lleva por una dirección
completamente determinada, entonces se podría hablar, quizás, de
“necesidades” y de “misiones históricas”. Pero como no es así, por esa
senda no se llega más que a peligrosos sofismas que transforman el
pensamiento viviente en un dogma muerto, incapaz de otro desarrollo. Lo
que hoy se suele calificar como “contenido social” de una clase, como
“psicología” de una raza o “espíritu” de una nación, es siempre el
resultando de un trabajo mental individual que se atribuye luego,
arbitrariamente, como supuesta “ley de su vida”, a la clase, a la raza o
a la nación. En el mejor de los casos, no pasa de una ingeniosa
especulación. Pero en la mayoría de las veces obra como una fatalidad,
pues no estimula nuestro pensamiento, sino que lo condena a una
infecunda parálisis.
La clase es sólo un concepto
sociológico que tiene para nosotros la misma significación que la
división de la naturaleza orgánica, por el hombre de ciencia, en
diversas especies. Es un fragmento de la sociedad, como la especie es
un fragmento de la naturaleza. Atribuirle una “misión histórica” es
incurrir en un juego especulativo de nuestro pensamiento y no tiene
mayor valor que si un naturalista quisiera hablar de la misión de los
cocodrilos, de los monos o de los perros. No es la clase, sino la
sociedad en que vivimos, y de la cual la clase no es más que una parte,
la que influye continuamente hasta en lo más profundo de nuestra
existencia espiritual. Toda nuestra cultura, el arte, la ciencia, la
filosofía, la religión, etcétera, es un fenómeno social, no un fenómeno
de clase, y se impone a cada uno de nosotros, cualquier que sea la capa
social a que pertenezcamos.
¿No nos ha dado Alemania en este
aspecto un ejemplo clásico? Hay todavía a estas horas bobos que no
quieren ver en el movimiento hitleriano más que una rebelión de la
pequeña burguesía, afirmación absurda privada de todo fundamento. En la
institución del Tercer Reich han contribuido los hombres de todas las
clases sociales y no en último término las grandes masas del
proletariado alemán. En 1924 recibió Hitler en las elecciones 1.900.000
votos; diez años más tarde, en 1934, esa cifra alcanzó a 13.732.000.
El ejército pardo de Hitler no se componía solamente de pequeño
burgueses y de intelectuales, sino, principalmente, de obreros alemanes
que, a pesar de su origen proletario, fueron tan subyugados por las
ideas del fascismo como las otras capas sociales.
Si se quiere combatir eficazmente la
barbarie general que amenaza nuestra cultura, hay que renunciar a más
de un dogma muerto y arrojar al montón de desperdicios más de una
“verdad absoluta”.
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