venerdì 30 marzo 2012

PACIENCIA (Massimo Passamani)



En mi opinión, mucho de los malentendidos relacionados a la gestión democrática se originan en la ambigüedad del concepto de consenso social. El siguiente párrafo contiene una línea de razonamiento que ahora se ha extendido entre un buen número de anarquistas.

Cuando la base de la sociedad de dominación era visiblemente la brutalidad de la fuerza, el sentido de la práctica de la revuelta era obvio para los explotados. Si no se rebelaban, era precisamente porque el chantaje de la policía y el hambre los forzaba a la resignación y a la miseria. Por lo tanto, era necesario actuar con determinación contra este chantaje. Ahora, sin embargo, las instituciones del Estado se benefician a partir de la participación de las masas, no obstante inducidas, ya que la gran presión de una operación de condicionamiento las ha hecho consentir. Por esta razón la revuelta debe ser trasladada al plano de la deslegitimación, de la gradual y creciente erosión del consenso social. Consecuentemente, es empezando a partir de estas pequeñas zonas donde la autoridad ha perdido su legitimidad, donde se ha puesto entre paréntesis por así decirlo, que podríamos hacer que un proyecto de transformación social crezca. De otra manera la rebelión se convierte en un fin en sí mismo, en el mejor de los casos, un inútil e incomprendido acto de presencia; en el peor de los casos, una contribución a la represión y una peligrosa desviación de las necesidades de los explotados.

Me parece a mí que esta es la esencia de un debate que en diferentes momentos se viste de miles de formas distintas. En realidad, toda esta línea de razonamiento se basa en una falsa presuposición, esto es, en la separación del consenso social y la represión. Esta claro que el Estado necesita ambos de estos instrumentos de control, y creo que nadie cae en el insípido error de negarlo. Pero reconocer que el poder no se puede mantener solo con la policía, o solo con la televisión, no es suficiente. Lo que es importante es entender cómo la policía y la televisión se relacionan entre sí.

Legitimación y coerción solo parecen ser diferentes condiciones cuando el consenso social es pensado como un tipo de aparato inmaterial que da forma a la materialidad de comando [de mando]; en otras palabras, cuando uno piensa que la producción de un comportamiento psicológico específico –el de aceptación– se encuentra en algún lugar que no sea en las estructuras de explotación y obligación que están basadas en este tipo de actitud. Desde este punto de vista, si este tipo de producción sucede antes (como preparación) o después (como una justificación) es irrelevante. Lo que es de interés es que no sucede al mismo tiempo. Y aquí es donde la separación de la que he hablado se encuentra.

En realidad, la división entre la esfera interior de la conciencia y la esfera práctica de la acción solo existe en las cabezas –y los proyectos– de los sacerdotes de toda índole. Pero al final incluso ellos están forzados a darle a sus fantasías celestiales un área terrenal. Así como Descartes tuvo que hacer de la glándula pineal el lugar dentro de donde descansaba el alma, así también la burguesía designó la propiedad privada como la fortaleza de su empobrecido y sacrificado Yo. De un modo similar, el demócrata moderno, no sabiendo donde ubicar el consenso social, ha recurrido al voto y las encuestas de opinión. Como el último en llegar, el libertario a la moda sitúa la práctica deslegitimadora en una “esfera pública no-estatal” con límites misteriosos.

El consenso social es una mercancía como lo es una hamburguesa o la necesidad de la cárcel. De hecho, si la sociedad más totalitaria es aquella que sabe como darle a las cadenas el color de la libertad, se ha convertido en la mercancía por excelencia. Si la represión más efectiva es aquella que difama el deseo mismo de rebelión, el consenso social es represión preventiva, vigilancia de ideas y decisiones. Su producción es material al igual que la de los cuarteles o los supermercados. Los periódicos, la televisión y la publicidad son poderes iguales a los bancos y los ejércitos.

Cuando el problema se plantea de esta forma, resulta claro como la llamada legitimación no es otra cosa que el comando [el mando]. El consenso social es fuerza, y su imposición es ejercida a través de estructuras precisas. Esto significa –y aquí esta la conclusión que nadie quiere sacar de esto– que puede ser atacado. En la situación contraria, uno estaría confrontando con un fantasma que, una vez que es visible, ya ha ganado. Nuestra posibilidad de actuar sería completamente una con nuestra impotencia. Ciertamente podría golpear esta realización de poder, pero su legitimación siempre llega –de donde nadie sabe– antes y después de mi ataque y anula su significado.

Como pueden ver, la forma de entender la realidad de dominación origina la forma de concebir la revuelta. Y viceversa.

La participación en proyectos del poder se ha vuelto mas generalizada y la vida diaria es cada vez más colonizada. La planificación urbana hace al control policial parcialmente superfluo y la realidad virtual destruye todo dialogo. Todo esto aumenta la necesidad de insurrección (ciertamente no la elimina). Si fuésemos a esperar a que todos se convirtieran en anarquistas antes de hacer la revolución, decía Malatesta, estaríamos en problemas. Si fuésemos a esperar a la deslegitimación del poder antes de atacarlo, estaríamos en problemas. Pero afortunadamente, la espera no se encuentra entre los riesgos de lo insaciable. Lo único que tenemos para perder es nuestra paciencia.

Massimo Passamani

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