mercoledì 22 febbraio 2012

COPEL: La revuelta de los comunes


El movimiento de presos sociales durante la transición*

César Lorenzo Rubio

“Confesemos humildemente que para todos nosotros no solamente no existían, sino que nos quedaban como raros, y ni siquiera pensabas que a ellos se les pudiera ocurrir semejante osadía, la de ser amnistiados. […] O sea, que ellos estaban fuera del juego. Pero ahora, por lo que fuere, han entrado. Con su rechinamiento. Y creo que han entrado de la mano de los presos políticos, y de la de los familiares de esos presos políticos que han confraternizado en sus idénticas esperas angustiosas con los familiares de los comunes, que hasta hace poco se les llamaba así.”

Paco Candel, Un charnego en el senado


La cárcel es un elemento que está indisolublemente asociado al sistema represivo franquista. Su estudio y el de las formas de resistencia que durante décadas se desarrollaron en el interior de sus muros por parte de hombres y mujeres ha sido uno de los que más ha proliferado los últimos años en nuestro entorno, llenando, paulatinamente, un vacío de conocimiento sobre la dictadura y ayudando a resarcir la deuda histórica que la sociedad tenia contraída con las personas que sufrieron la represión. Sin embargo, este interés decae significativamente al aproximarnos a los últimos años del franquismo, sobre los que se ha dicho muy poco de cómo eran las prisiones y qué dinámicas dentro y alrededor de éstas se produjeron. Esta escasez de estudios se manifiesta más incluso en referencia al período que nos ocupa, la transición a la democracia.

De estos años conocemos relativamente bien la presión que ejerció desde abajo la oposición antifranquista haciendo de la demanda de amnistía “la punta de llança de la ruptura democràtica”[1], parte fundamental del proceso por el cual el Estado, empujado por esta reclama popular, se vio obligado a ir ampliando el alcance de las sucesivas medidas de gracia hasta la aprobación de la Ley del 15 de octubre de 1977. Pero más allá de esta fecha, o fuera del ámbito del encarcelamiento y la libertad de los últimos presos políticos, la prisión permanece completamente al margen del discurso mayoritariamente extendido sobre la transición. Este enfoque ha dejado fuera de la historia a un grupo de personas (hombres y mujeres, aunque aquí por razones de espacio me refiera casi exclusivamente a los primeros) que vieron desde dentro como las puertas se abrían para que salieran los que hasta entonces habían sido sus compañeros de reclusión, y se volvían a cerrar acto seguido. Su existencia y la actitud de rebeldía contra esta situación, que ya estaban manteniendo desde antes de aquel señalado 15 de octubre, no ha merecido hasta ahora –quitando contadas excepciones sobre casos particulares– el interés de prácticamente nadie. Sólo los sectores más críticos con el sistema penitenciario actual, ya sea desde las facultades de Derecho, desde el activismo social, o desde la convergencia de ambas líneas, se han implicado en el estudio y la difusión de este movimiento de protesta. Ya va siendo hora, treinta años es demasiado tiempo, de empezar a llenar este vacío.


I. Los cimientos ideológicos

Los orígenes de las revueltas carcelarias o, más propiamente hablando, anticarcelarias, se deben buscar, igual que muchas otras movilizaciones que se desarrollaron durante los años de la transición, en el período inmediatamente anterior. Fue entonces cuando se asentaron los posos culturales e ideológicos que sirvieron de base a los presos por delitos comunes para reclamar abiertamente su libertad.

Durante los últimos años de la dictadura, convivieron en el interior de las prisiones los acusados y condenados por actos de intencionalidad política “contra la seguridad del Estado”, con los delincuentes comunes. Estos dos colectivos compartían celdas, rancho, y patio a la fuerza, ya que el régimen franquista siempre se opuso frontalmente a reconocer la existencia de presos políticos y otorgarles un estatuto especial. Pero más allá de la obligación de cumplir el mismo régimen carcelario, las diferencias entre los dos tipos de presos eran más que las coincidencias. Los presos políticos –y con ello no pretendo minimizar la tragedia personal que suponía su encarcelamiento, sino contextualizar a grandes rasgos la situación en que se encontraban– tenían una fuerte conciencia de su situación como víctimas de la represión de la dictadura, basada en una formación teórica y respaldada por un bagaje de militancia clandestina. Además, acostumbraban a formar “comunas” fuertemente cohesionadas en el interior de las prisiones, recibían apoyo económico y moral de sus organizaciones desde el exterior, y podían confiar en que algún abogado afín se encargase de su defensa. Los presos comunes, mayoritariamente, carecían de todo esto.

No se puede fijar un modelo único de relación entre los dos colectivos a partir de los pocos testimonios de que disponemos –sobre todo en lo que respecta a presos comunes–, ya que dependería mucho de factores como el número de individuos que perteneciesen a cada uno de los grupos, la filiación ideológica de los presos políticos –con grandes diferencias de actitud entre comunistas y libertarios, como después se reflejará–, las condiciones materiales en que estuviesen encarcelados o el grado de alfabetización y de concienciación política, y las circunstancias personales con las que cada persona ingresaba en la cárcel, pero a falta de un estudio más detallado podemos entender que a pesar de los recelos mayoritarios de un colectivo hacia el otro, la convivencia forzosa en unas condiciones duras para todos, favoreció en algunos casos –pocos, pero significativos– la toma de contacto y el intercambio de experiencias. Hubo presos comunes que aprendieron de los políticos los rudimentos culturales de que carecían: leer, escribir, desempeñar un oficio, etc., como también fue a través de ellos que otros leyeron por primera vez autores y obras que hasta entonces les eran desconocidos. Las lecturas, la observación de las discusiones y debates que se establecían entre los políticos y la participación en éstos, el contacto con presos extranjeros, todo ello, conformó un bagaje intelectual que sirvió para que un grupo de presos comunes interpretasen su situación como consecuencia de la existencia de un sistema político y social –la dictadura franquista y la incipiente sociedad de consumo que se estaba implantando en España– por naturaleza injusto y represivo, que condenaba a amplias capas de la población a la miseria y después las encerraba dentro de las prisiones mediante unas leyes desproporcionadas. Este proceso, lento y complejo, que daría como resultado la autocalificación como presos sociales, fue paralelo a otra interiorización basada en gran medida en el discurso de la oposición antifranquista: la creencia que una vez muerto Franco, comenzaría un proceso de cambio –revolucionario para unos, democrático para otros, pero rupturista en cualquier caso– que supondría, finalmente, la erradicación de las leyes franquistas y la superación de las desigualdades sociales.

Durante estos años, los protagonistas de las reivindicaciones son todavía los presos políticos, pero ya se empiezan a producir actos de protesta en los que la iniciativa pertenece a los presos sociales: Tarragona, noviembre de 1972, Burgos, Sevilla y Teruel, septiembre de 1973, u Ocaña y la Modelo de Barcelona, en octubre de 1975. Estos motines, si es que se los puede calificar en todos los casos así, pues de algunos sólo conocemos la versión oficial, responden a causas propias muy ligadas a las condiciones del régimen carcelario, pero todos indican una predisposición cada vez más activa hacia la protesta, hartos de las arduas condiciones de vida, las manipulaciones por parte de la administración penitenciaria y la represión cotidiana. A pesar de ello, hay dos factores que los diferencian claramente de los motines y actos de protesta que se producirán a partir de julio de 1976 y que impiden hablar todavía de un movimiento mínimamente organizado. Estas primeras explosiones no se insertan dentro de una estrategia de protesta coordinada ni entre prisiones –por más que coincidan en el tiempo-, ni tan solo entre los propios reclusos que participan en la acción (pues suelen comenzar por actos fortuitos –especialmente caótico fue el motín de la Modelo-) y no se plantean reivindicaciones consensuadas entorno a la idea de conseguir la libertad para todos, tal como después sucederá.

Después de la muerte de Franco, el primer gobierno de la monarquía empieza su mandato intentando acallar las demandas ensordecedoras que reclamaban la apertura de un proceso verdaderamente democratizador, con la promulgación de un indulto que el rey firmará tres días después de ser coronado. La medida supondrá reducciones de las condenas en función de la duración y la libertad para más de 5.000 presos comunes y unos centenares de internos “por delitos de convicción política” de manera inmediata. El limitado alcance numérico de indulto, su propia naturaleza jurídica, y el hecho de que no se despenalizasen las prácticas que habían llevado a los presos políticos a la cárcel, empequeñeció aún más los moderados beneficios y, al contrario de lo que se buscaba, sirvió para cargar de razón a la oposición que continuó reclamando la amnistía política como paso previo innegociable para alcanzar un régimen democrático. Por lo que respecta a los presos sociales, para ellos se trataba de una nueva medida de gracia como tantas otras de las que durante el franquismo se habían otorgado, cuando por los motivos más diversos se hacía gala de su pretendida bondad al tiempo que se paliaban las deficiencias del sistema penal y penitenciario a la espera de su reforma. Pero igual que entonces, el mantenimiento de la legislación vigente y la salida en libertad sin ningún tipo de ayuda para la reinserción favoreció que poco después de ser excarcelados muchos volviesen a estar detenidos. Como en el caso de los políticos, el indulto frustró las expectativas creadas con el cambio de titularidad del régimen. El problema no sólo permanecía, sino que se agravaba.



II. Frustración y rabia: Carabanchel, primer aviso

A comienzos de julio de 1976, Suárez substituye a Arias Navarro. De inmediato la oposición vuelve a presionar al nuevo gobierno para que decrete una amnistía política total. Estas demandas son seguidas de cerca desde el interior de las prisiones, y no sólo por los presos políticos. Blanco Chivite, preso del FRAP en Córdoba escribe en su diario el 18 de julio: “El tema de la «amnistía» preocupa también, y mucho, a los comunes; esperan que les toque algo, algún indulto por lo menos, y permanecen a la expectación del próximo Consejo de Ministros. Uno de ellos, con el que he estado hablando esta mañana, me ha argumentado que son también «presos de Franco»”[2].

La respuesta del gobierno será una amnistía para los delitos de intencionalidad política, excepto para aquellos que hubiesen puesto en peligro o lesionado la integridad de las personas, sin especificar concretamente a cuáles se refería y dejando un amplio margen a la interpretación judicial. A pesar de las restricciones de “la amnistía con cuentagotas”, tal como la calificó parte de la oposición, la medida mantiene vivas las esperanzas de los presos políticos, pero hunde las de los presos sociales: “Por fin la amnistía… de la demagogia. Muy probablemente alguno de los trece que estamos en Córdoba, salga en libertad. […] La desilusión, y grande, ha sido la de los comunes. Llevaban semanas especulando y haciendo sus cuentas sobre la posibilidad de un indulto y la amplitud que pudiera tener. Para ellos ha sido un verdadero golpe”[3].

La reacción de los presos sociales al ver que no les beneficiaba se produjo al día siguiente en Carabanchel, la prisión neurálgica del régimen, con más de mil internos y lugar obligado de paso para todas las conducciones entre cárceles. El 31 de julio un grupo de presos de la 5ª galería se sientan en el patio negándose a entrar en los talleres y exigiendo hablar con el ministro de justicia. Ante este desafío el director hace entrar a una brigada de la policía armada, que desaloja el patio con la contundencia habitual. Seguidamente, los internos de la 7ª galería suben a los tejados, exhibiendo pancartas dónde se lee “Amnistía Total”, “Indulto para los comunes”, “Pedimos una oportunidad”, “Reforma del Código Penal” y reclamando un interlocutor por parte del Ministerio. Después de estar toda la noche esperando una respuesta a sus peticiones más inmediatas sin que ésta llegue, deponen su actitud y bajan, con la promesa de que no habría represalias. Pero la represión se materializa días más tarde, cuando entre setenta y varios centenares de presos son trasladados al Penal de Ocaña, y a un número similar se les encierra en celdas de castigo en la misma prisión madrileña. Las noticias de amotinamiento llegan –a pesar de la censura – a otras prisiones y se producen episodios similares en A Coruña, Córdoba y San Sebastián, sin que se lleguen a producir incidentes graves, y en otras prisiones se inician huelgas de hambre en solidaridad reclamando la amnistía total. En la calle, la noticia, a pesar de la atención inicial de los medios con alguna proclama a favor de los presos, quedará eclipsada por el seguimiento que la prensa haga de la aplicación del decreto de amnistía. De las organizaciones políticas y sindicales, solamente la CNT hace público un comunicado a través de su Comité nacional pro-presos en el que reclama la liberación de todos los encarcelados, políticos y sociales. Pero la acción más importante es el encierro de más de un centenar de familiares en la Iglesia de Nuestra Señora de la Montaña de Moratalaz, donde permanecen juntos más de un mes. Estos familiares, con la ayuda de abogados penalistas, será desde entonces un grupo de apoyo a las demandas de los presos, y un vínculo de unión fundamental con el exterior, constituyéndose a finales del verano –a pesar de que no se les legalizará– en la Asociación de Familiares y Amigos de Presos y Ex Presos (AFAPE) con los siguientes objetivos: “la promoción humana, cultural y social de los ex-presos, la defensa de un trato humano en las prisiones, el procurar la reinserción social de los ex-presos y la expansión a nivel ciudadano de la problemática de los presos sociales en el interior de las cárceles, y aún más agudizante al salir, en cuanto al terreno social, laboral, económico, etc.”


III. La concreción de la idea: el nacimiento de la COPEL

Durante los próximos meses, la atención –y la tensión– política se encuentran en el proceso que conducirá a la aprobación de la Ley para la reforma política. De las prisiones comienzan a salir escalonadamente presos políticos sin delitos de sangre, y las proclamas de amnistía política, aunque continúan, lo hacen con más moderación, excepto en Euskadi, donde una buena parte de los presos lo están por pertenecer a alguna de las diferentes ramas de ETA. Mientras tanto, los presos sociales más activos y comprometidos van tomando conciencia de que ante la represión que se les ha aplicado después del motín de Carabanchel y la nula atención que la administración ha puesto en sus demandas, hace falta una reivindicación conjunta de sus peticiones y una planificación sobre la forma en que estas se llevarán a término. Es a partir de esta constatación –culminación de un proceso que como ya se ha dicho, empieza años antes– que: “Un grupo de presos de Carabanchel, conscientes de la precaria situación y de la problemática de las Prisiones del Estado, así como de la necesidad inaplazable e incuestionablemente de luchar por la defensa de sus derechos y reivindicaciones, e impulsar desde la misma base una reforma profunda de las Instituciones Penitenciarias y Leyes Penales, constituyó a finales del año pasado, la COORDINADORA DE PRESOS EN LUCHA de Madrid (COPEL)”.

De esta manera explica la misma organización, entorno a enero de 1977, sus orígenes. Este reducido grupo de la tercera galería, que comienza a organizarse después de que les fuesen levantadas las sanciones impuestas tras el motín y que en las primeras reuniones no superaría la decena de personas, inicia desde los primeros momentos una importante actividad de difusión de sus ideas entre los compañeros de Carabanchel. En reuniones clandestinas y los primeros comunicados y manifiestos se establecen y recogen las características del tipo de organización que se acaba de crear, las razones que la fundamentan y sus propósitos y objetivos. En estos se presenta a la COPEL como una organización democrática, abierta a todos los presos del Estado, no vinculada a ninguna organización política, que todavía está circunscrita a Carabanchel pero que mantiene contactos con el resto de prisiones, y que aspira a convertirse en una asociación de presos legalmente reconocida que luche por la reforma penal y penitenciaria. Sus reclamaciones van más allá de la verdadera amnistía total; constituyen una radiografía crítica del sistema de justicia y comprenden la denuncia de las pésimas condiciones de vida en el interior de las prisiones (alimentación, sanidad, educación…), la explotación laboral que sufren los presos, la dureza del régimen carcelario, y la necesidad urgente de sustituir unas leyes franquistas injustas y desproporcionadas (derogación del Código Penal, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, de Jurisdicciones Especiales…). El funcionamiento de la coordinadora será, mientras las circunstancias lo permitan, asambleario, delegando en comisiones o comités de galería la redacción de determinados escritos, y a pesar de que haya nombres propios que aparezcan con regularidad –incluso algún medio otorgó por su cuenta el título de “presidente” de la COPEL– solamente podemos hablar de miembros más activos o líderes, y difícilmente se puede establecer una gradación de estos, cuanto menos hablar de cargos.

La salida a la luz pública de esta asociación de reclusos, por el momento aún dentro del recinto de Carabanchel, sorprende desprevenida a la dirección de la prisión. Se produce entonces una pugna por cuál de los dos actores se impone al otro. El resultado no está claro, ya que si bien es cierto que la dirección trata de desmembrar la coordinadora a través de la violencia, esta no se pliega a las presiones, y gracias a una fuerte campaña de proselitismo consigue una alta difusión por todo el centro. Pero la sensación de éxito es efímera, ya que una semana más tarde una cincuentena de presos –preventivos en su mayoría– son trasladados de noche y sin previo aviso a los penales de Ocaña y Zamora. Al conocerse la noticia un grupo de presos se cortan en los brazos y el vientre y tragan objetos metálicos, constituyendo el primer episodio importante que conocemos, de los muchos que le seguirán, de autolesiones colectivas. Al día siguiente otro grupo más numeroso sube al tejado del Hospital Penitenciario para denunciar los secuestros de los miembros de COPEL y la falta de atención a los autolesionados, además de exhibir mediante pancartas las demandas genéricas. Este episodio tiene una trascendencia en los medios muy destacada, las siglas de COPEL comienzan a inundar los diarios y se hace pública y notoria la existencia de un movimiento de presos sociales organizado. Es importante también, porque refuerza la postura de la administración en el conflicto, que ya se había experimentado el año anterior, y será una constante hasta que se acabe definitivamente con el movimiento de protesta: aislamiento de los miembros más activos en régimen celular y campaña de desprestigio en la prensa. Por su parte, la COPEL continuará haciendo llegar comunicados al exterior, llamando a la solidaridad y reclamando el fin de la represión, tanto desde Carabanchel, como desde las diferentes prisiones y penales a los que han sido trasladados muchos de sus miembros y donde ya cuentan con simpatizantes, pero el aislamiento de sus miembros más activos no le permite recuperarse durante los meses siguientes.



IV. El apoyo de la calle

Llegados a este punto, vale la pena ampliar el campo de visión, focalizado hasta ahora en la macro prisión madrileña, para conocer qué incidencia tuvo la difusión de la existencia de COPEL más allá de los muros de las cárceles y los despachos de la Dirección General.

En conjunto, el respaldo a las proclamas de COPEL siempre fue bastante minoritario, sobre todo si se compara con el apoyo popular a otros movimientos sociales y políticos que se desarrollaron durante la transición; pero hay que tener en cuenta que este no fue un movimiento como los otros, dada la condición de reos de sus principales activistas. Con todo, si en algún momento las reivindicaciones de la COPEL despertaron más simpatías entre la opinión pública, y el número de colectivos que la respaldó fue más amplio, esto sucedió durante los meses centrales de 1977.

Uno de los primeros colectivos que se solidarizó con los presos sociales fue el de los escritores e intelectuales. A principios de marzo, en un acto organizado en la Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense que reúne alrededor de quinientas personas, se lee una carta firmada por más de cien personalidades relacionadas con el ámbito cultural, en la que se manifiesta todo su apoyo a las demandas y denuncias de los presos sociales. Una semana más tarde el grueso de firmantes forman la Asociación para el Estudio de los Problemas de los Presos (AEPPE). A pesar de la prontitud con que se organizaron y sus ambiciosas pretensiones teóricas (reflexionar sobre las causas de la desigualdad en la sociedad y el papel de los sistemas de coerción), en la práctica su actuación no irá más allá de algunas declaraciones y cartas colectivas a raíz de los hechos más significativos. Anecdótico.

Con menos pretensiones intelectuales, pero más actividad durante el año y pico que seguirá, a partir de la primavera de 1977 se organizaron grupos de apoyo a los presos de COPEL en Madrid, Barcelona, Euskadi y Valencia, principalmente, y sus respectivas áreas metropolitanas. Estos grupos, muchos de los cuales adoptaron el nombre genérico de Comités de Apoyo a COPEL constituyeron la base del apoyo de la calle a los presos sociales. Se trata de grupos numéricamente muy reducidos y heterogéneos, pero que a través de sus escritos y los testimonios de antiguos miembros del área metropolitana de Barcelona y Valencia, podemos afirmar que tenían una implantación de barrio, como mucho, respaldados en ocasiones por asociaciones más grandes que les daban algún tipo de cobertura (alguna comunidad religiosa o vecinal, aunque no necesariamente) e implicados también en otras luchas populares. Estaban formados por personas que por su trayectoria personal (familiares, ex-reclusos) o profesional (trabajadores sociales, abogados, asistentes…) o por su formación y convicción conocían lo que sucedía en las prisiones y querían trabajar desde posturas de base tanto en la erradicación de las problemáticas concretas, como en la superación de la prisión como institución represiva (al menos como planteamiento teórico). La ideología que presentan los boletines de estos grupos de afinidad es, como no podía ser de otra manera, marcadamente antiautoritaria, en contra la sociedad de consumo y de cualquier forma de opresión y dominación del individuo (ya fuese la prisión, la escuela, el manicomio o la fábrica). En la zona del Besòs, en Barcelona, desde 1976 “un grupo de compañeros que constatando la pobreza de nuestras vidas en la cárcel y/o en la sociedad creemos que ambas son intolerables” encabezaban con esta declaración el boletín-mural “Quienes…”[4], que se convirtió en un referente en la lucha anticarcelaria desde antes incluso que se crease la COPEL; en Madrid se editó Solidaridad con los presos, además del boletín de la AFAPE: COPEL en lucha; en Vizcaya los comités de ocho zonas distintas aunaron esfuerzos para publicar una revista… son algunos de los ejemplos de este asociacionismo de carácter autónomo y trasgresor que tuvo una vida extremadamente efímera en torno a la reivindicación de la libertad para los presos sociales, pero con una bagaje ideológico de fondo crítico con el capitalismo y la sociedad.

En la misma línea, la COPEL obtuvo el respaldo de otros movimientos y colectivos reprimidos por las leyes franquistas, que aspiraban a hacer oír su voz en el conjunto de reivindicaciones que inundaron las calles con el cambio de régimen. Los colectivos homosexuales y feministas más radicales, como representantes más destacados de las víctimas de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social se mostraron desde el principio solidarios con los presos sociales, y juntos formaron algunas coordinadoras de marginados para luchar en común contra las leyes que los mantenían en prisión y los penalizaban.

Aparte de estos colectivos, las luchas de COPEL no recibieron, prácticamente, apoyo de ningún grupo político de peso. Tan sólo gestos puntuales de algunos partidos y grupúsculos de extrema izquierda y, especialmente de los diferentes colectivos que integraban la reconstituida CNT, que siempre se mostró contraria a la separación entre políticos y comunes, e hizo de la defensa del preso social un signo de identidad propio. Precisamente por la implicación de grupos libertarios ajenos a la estructura de la confederación, pero vinculados de manera más o menos remota a ésta en la defensa de los presos mediante métodos de guerrilla urbana, sabotajes y demás, afloraron las tensiones por ver dónde estaba el límite de la implicación anarquista en la causa de los reclusos sociales. Una rama, la de las luchas autónomas en contra de la sociedad capitalista y, concretamente, contra el sistema judicial, que también está por explorar, aunque aquí a penas pueda citarla.

V. La extensión del conflicto

Durante la primavera de 1977 la consigna de la COPEL es profundizar en la denuncia de la situación por todos los medios. Así, a pesar del aislamiento que sufren sus principales líderes continúan saliendo manifiestos de las prisiones, y el conflicto se extiende a las salas de los tribunales de justicia, donde algunos miembros de COPEL, al ser juzgados por sus respectivas causas se niegan a responder a las preguntas del fiscal y se autolesionan delante de los magistrados. Mientras tanto, una ampliación de la amnistía política y otro decreto de indulto aprobados en el mes de marzo permiten la salida en libertad de algunos presos políticos por delitos de sangre, y la puesta en libertad de un número importante de presos por delitos comunes al rebajárseles la cuarta parte de la condena, además de la reducción de sanciones penitenciarias. Pero estas medidas, igual que había sucedido en ocasiones anteriores no remedian un problema estructural y, en cualquier caso, no consiguen acabar con las protestas: “La gracia real, es para nosotros, presos sociales, una maniobra evidente para dividirnos y poner un freno al desarrollo del número y de la actividad de nuestros miembros que se han apuntado día a día a la COPEL.”. Varios centenares de reclusos de las prisiones de Ocaña, Carabanchel, la Modelo (donde participaran también algunos políticos), Granada, o Martutene están en huelga de hambre mientras se hace campaña para las primeras elecciones legislativas, pero la trascendencia de la protesta en las elecciones es ínfima, como demuestra el hecho que tuviese más difusión que UCD encartaba su propaganda electoral con mano de obra reclusa, que los comunicados dirigidos a la opinión pública.

En esta situación de impás, en que ni la COPEL consigue que se escuchen sus demandas, ni la Dirección General de Instituciones Penitenciarias silencia del todo a los reclusos, estalla la que se conocerá como la Batalla de Carabanchel. El 18 de julio –la fecha no es casual– comienza el que debía ser el mayor acto de protesta realizado hasta entonces. Preparado al detalle, se trataba de resistir durante el tiempo suficiente para que en otras prisiones se produjeran actos similares y así constituir un elemento de presión suficientemente importante como para forzar al Estado a aceptar sus demandas. Durante cuatro días, entre trescientos y setecientos presos en función del momento (según el propio Ministerio de Justicia) estuvieron amotinados en los tejados de la prisión madrileña, y centenares de reclusos más protagonizaron actos de rebelión en una buena parte del mapa penitenciario: el Puerto de Santa María, Málaga, Zamora, Valencia, Valladolid, Almería, Oviedo, Palma de Mallorca, Sevilla, Burgos, Badajoz, Las Palmas de Gran Canaria, Granada, Barcelona, Yeserías, Alcalá de Henares… En todas, los actos son en solidaridad con Carabanchel y en demanda de la libertad como punto principal, seguido de las consabidas reformas penitenciaria y penal. Los motines finalizan en la mayoría de los centros con la intervención “enérgica” de la policía antidisturbios –en Carabanchel especialmente virulenta–, que tardará bastante tiempo en volver a salir de las prisiones.

Este episodio de gran magnitud significa el comienzo del período más tenso que se ha vivido nunca en las prisiones: a partir de entonces, la dispersión de los presos más reivindicativos como medida de castigo provocará la extensión de la COPEL a la mayoría de centros penitenciarios, en los que hasta entonces sí había sido posible que hubiera habido actos de solidaridad, pero no un grupo de presos que se autocalificasen como miembros de esta organización. No ha de extrañar, por tanto, que durante los próximos meses se produzcan huelgas de hambre, autolesiones, paros en los talleres y más motines por todo el Estado (Teruel, Zamora, Cáceres, Barcelona, San Sebastián, Cartagena, Málaga…).

En otoño, la aprobación de la ley de amnistía provoca, por un lado, un cambio en la terminología de las reivindicaciones, al sustituir la amnistía total –reclamada hasta entonces– por el indulto general (ambas medidas similares en cuanto a resultados inmediatos: salida de la prisión, pero muy diferentes por las connotaciones legales de cada una), cambio reforzado al ser conocida la elaboración de una propuesta de Ley de Indulto por parte del senador vasco Juan Maria Bandrés; y, por otro, un aumento de la presión al ver los presos sociales como se cerraba definitivamente otra puerta a la libertad. Así, no sólo se producen autolesiones, huelgas de hambre, motines e incendios provocados prácticamente cada semana durante los últimos meses del año y en casi todas las prisiones del Estado: Huelva, Basauri, Córdoba, Lleida, Murcia, Sevilla, Ocaña, Málaga, Barcelona…, sino que estos tienden a estar caracterizados por una dosis cada vez mayor de violencia, fruto de la desesperación que provoca la reducción de las alternativas posibles. “Allá donde haya COPEL, si no conceden el indulto antes de Navidad, arderá todo, seguirá habiendo hombres que se tiren desde los tejados gritando libertad. La consigna es: o indulto, o arrasar todas las cárceles antes de enero”.[5]

VI. El gobierno mueve ficha

Mientras esto sucede dentro de las cárceles, en la calle se continúa reclamando un profundo cambio en el ordenamiento jurídico penal y penitenciario y, mientras éste no se produzca, la concesión de medidas de gracia que suavicen la presión. A éstas se añadirán las denuncias realizadas desde dentro de la propia administración por parte de un grupo de funcionarios de actitud progresista, extremadamente minoritario dentro del cuerpo, que criticarán las condiciones en que se encuentran los centros y reclamaran junto a mejoras laborales, el fin de las políticas represivas que se venían imponiendo desde las direcciones de numerosas prisiones y desde la misma Dirección General. La proliferación de las críticas y la explosiva situación de las cárceles hicieron imposible desentenderse del problema por más tiempo y forzaron al Ministerio a emprender medidas. Hay que señalar que el primer intento de controlar la situación ya se había producido poco después de la “Batalla de Carabanchel”, cuando se aprobó una reforma parcial del reglamento de prisiones para poder adaptarlo a las recomendaciones internacionales. Pero la medida fue tan escasa y alejada de las expectativas, que incluso desde posturas críticas con la administración penitenciaria pero sin sospecha del menor radicalismo, como la que entonces representaba el profesor Carlos García Valdes, fue tildada de haber sido escrita “más con porra que con pluma”[6]; mientras que para la COPEL, la “pseudo-reforma” sólo se trataba de un “mero slogan publicitario”. Ante la insuficiencia de la medida, con sólo dos días de diferencia, a principios de diciembre, se constituía una “Comisión especial de investigación sobre la situación de Establecimientos Penitenciarios” en el Senado, y se substituía al director general, José Moreno, por Jesús Haddad, un político joven proveniente de las filas del Partido Socialdemócrata de Fernández Ordóñez.

Estas dos maniobras pretendían apaciguar los ánimos de los presos y servir de punto de partida para la definitiva reforma, pero las actitudes opuestas del nuevo director –“El gobierno no proyecta ningún indulto general”[7]- y de algunos miembros de la comisión –“La comisión de encuesta sobre la situación de los establecimientos penitenciarios del Senado acordó ayer urgir a la comisión de justicia la elaboración de una proposición de indulto para los presos comunes”[8]-, sobre el que continuaba siendo el tema más candente, no ayudaron precisamente a este propósito. Y si bien es cierto que por primera vez se concedían permisos de salida con motivo de las fiestas navideñas, lo que fue reivindicado como una muestra de apertura y modernidad de la institución, 1978 comenzaba de la misma forma que finalizaba el año anterior, con actos de protesta generalizados en la mayoría de prisiones españolas, acompañados de las habituales represalias policiales (en Carabanchel, por ejemplo, los antidisturbios dormían en la biblioteca y la escuela de la prisión para no tener que salir en ningún momento del recinto), sanciones y castigos.

En medio de esta situación incendiaria, con los presos sociales dispuestos a todo, Haddad ordena la reclusión de los más combativos –unos quinientos– en el Penal de El Dueso (Santander) mediante una orden circular del 3 de febrero dirigida a todas las prisiones, en la que también recuerda la potestad del director para intervenir todas las comunicaciones, impedir la entrada de prensa, someter a censura todas las comunicaciones escritas, suspender la concesión de permisos, y hacer inmediatamente efectivas las sanciones que se impusieran, entre otras medidas restrictivas. En paralelo, se forman unas comisiones para elaborar el texto de la reforma penitenciaria, en las que participarán “miembros de Asociaciones de ex-presos u otras preocupadas por el tema” dentro de un conjunto amplio de profesionales que incluye desde jueces a funcionarios de prisiones. Sólo un mes después, las asociaciones son apartadas del trámite y se le encarga la redacción a una comisión de altos cargos del ministerio. Una reducción de la pluralidad en beneficio de la celeridad que dejaba fuera las posturas más incomodas.

Mientras la máquina burocrática comienza a funcionar, la violencia en las prisiones continua estando muy presente, hasta llegar a una de sus máximas cotas cuando un grupo de funcionarios de la prisión de Carabanchel entre los que estarían implicados también un jefe de servicios y el director de la prisión, matan a golpes durante un interrogatorio por el descubrimiento de un túnel a Agustín Rueda, un preso libertario vinculado a COPEL, el 14 de marzo. Ocho días más tarde muere tiroteado a manos del GRAPO el director general Jesús Haddad. Con esta particular semana negra de la transición penitenciaria como prólogo se hará cargo de la Dirección General un joven profesor y abogado: Carlos García Valdés.



VII. La vela de las armas

El nombramiento de García Valdés supone la toma de postura definitiva por parte de la administración, después de los intentos de Haddad –frenados prematuramente por su asesinato–, por encarar el problema penitenciario. Ciertamente, su actuación, amplia y compleja –demasiado como para analizarla aquí– determina en gran medida la dirección que toman los acontecimientos que conducirán hacia la disolución del movimiento reivindicativo por la libertad de los presos, tal como lo hemos conocido hasta ahora, pero no sólo a él se le pueden atribuir las causas de la crisis de un movimiento que ya empezaba a presentar signos de debilidad en el mismo momento de su llegada al cargo.

Su elección es vista por los miembros más activos de la COPEL como un paso positivo y esperanzador, y a raíz de entrevistarse con él, a los pocos días de ser nombrado, deciden realizar un llamamiento al resto de prisiones para que detengan las acciones de protesta: “En la actualidad, tras la designación del nuevo director general de prisiones y después de cambiar impresiones con él en su visita al Dueso, consideramos necesario darle un voto de confianza, a la espera de que cumpla todas las promesas que nos hizo, ya que en principio nos parece un hombre honesto, con buena voluntad de hacer profundos cambios en el sistema penitenciario del estado, ello no impide que este tiempo de espera lo dediquemos para reorganizarnos.” Este anuncio de tregua, sin embargo, no era solamente para concederle el beneficio de la duda al nuevo director, sino que se insería dentro de unas serias reflexiones sobre el carácter que había tomado su lucha y la táctica a emprender en el futuro: “A nuestra llegada al Dueso, analizamos la trayectoria de la lucha seguida en el pasado y comprendimos que era necesario variar de rumbo y reorganizarnos, pues la experiencia nos había demostrado que la lucha nos había desbordado y que ya no se luchaba con una conciencia y organización concreta. / Se demostró que COPEL como vanguardia de lucha en prisiones había sido desbordada por el desmadre y el caos.” La afirmación respondía a la preocupación de los líderes más concienciados de la coordinadora, al ver como con su aislamiento del resto de prisiones y de acuerdo con el carácter asambleario de funcionamiento, donde todo el mundo tenía el mismo derecho a ser escuchado, se habían ido sumando cada vez más presos, que no siempre respetaban el carácter primigenio con que se creó el grupo, y se apoyaban en la mayoría para conseguir objetivos particulares. Y es que desde julio de 1977, más que de una COPEL centrada en Carabanchel, como había sido hasta entonces, podríamos hablar de tantas COPEL como prisiones, con importantes diferencias entre ellas y miembros de todo tipo en su interior. Esta atomización se percibe de diferente manera en función de la prisión. Las declaraciones de presos activos en las protestas carcelarias en Valencia, por ejemplo, pero no vinculados explícitamente con el grupo de COPEL de El Dueso, transmiten desaprobación hacia las “concesiones” del los presos de Santoña, por la desmovilización que causaron con su “llamamiento a la tregua” y la supuesta renuncia a luchar por la amnistía total. En Barcelona tampoco caló esta postura, pero no por que se apostase por una solución maximalista, sino por que los líderes de la Modelo estaban más ocupados en cavar que en leer los manifiestos escritos por presos que en el mejor de los casos a penas si conocían.

Volviendo a los acontecimientos, el voto de confianza es respondido por el nuevo director con sus primeras ordenes circulares, encaminadas a la “concesión de reivindicaciones reiteradamente solicitadas por los reclusos, sin estridencias”. En estas ordenes del 13 y 21 de abril, se flexibiliza el régimen interior suprimiendo la censura y autorizando aspectos como la instauración de un régimen de “cogestión” entre los presos y la dirección en materias menores (limpieza, deportes o alimentación) o despenalizando las huelgas de hambre y autolesiones realizadas de forma pacífica, además de decretar un perdón (9 de mayo) de las sanciones de régimen impuestas por actos anteriores a la toma de posesión del cargo. Es significativa, también, la expulsión de las “Cruzadas” de la prisión de mujeres de la Trinitat (Barcelona), paso que permitió una experiencia única e inédita hasta entonces, como fue la verdadera autogestión de la prisión por parte de las presas, durante los meses en que no hubo más funcionarias que una por turno, y se le encargó la dirección a tres abogados barceloneses con clientas en su interior.

Pero el hecho es que la renuncia a la protesta no duró mucho. El 19 de abril se produce el primer motín de García Valdés como director de la DGIP, en Granada, y tres días más tarde hay conatos en Valladolid y Ceuta. Estos incidentes violentos son secundados por un escaso número de reclusos y manifiestan de nuevo las diferencias entre los diferentes grupos: “Es imprescindible comprender y hacer comprender que la destrucción o el incendio, por el placer de destruir o quemar, no nos llevan a la consecución de nuestros objetivos y sí a un aumento de la represión y empeoramiento de las condiciones de vida, que anquilosaría nuestra necesaria movilidad para la consolidación definitiva de COPEL”, afirman desde el Dueso el 26 de abril. Desde la prisión santanderina se hace un llamamiento a continuar la lucha como medio de presión, pero con huelgas de hambre y autolesiones colectivas, como la que a principios de mayo, coincidiendo con la semana pro-amnistía que se había organizado en el País Vasco, protagonizan un centenar de presos de El Dueso que se cortan en el vientre y los brazos en protesta por las muertes de tres compañeros sucedidas los últimos días, y reclamando una aceleración del proceso de reforma que mejorase sensiblemente su situación, así como la concesión de una medida de gracia generalizada. A partir de este momento este tipo de acciones toman el protagonismo durante los próximos dos meses.


VIII. Al final del túnel, la reforma

Al mismo tiempo, y ante la evidencia de que no se concedería indulto general alguno, adquiere una mayor dimensión la determinación de salir a cualquier precio: por la puerta, o por un “butrón” en los cimientos, pues la COPEL nunca había renunciado al que considera un derecho de cualquier persona presa: intentar la fuga. El 10 de mayo se descubre un túnel en la Modelo, el 27 la prensa informa de que tres reclusos se han fugado de El Dueso, y al día siguiente siete lo hacen de Carabanchel. Estas fugas no eran un elemento nuevo, pues durante 1977 se habían fugado 56 presos en 41 evasiones, a parte de los intentos frustrados, pero indican la tendencia espectacular al alza del nuevo año, que finalizará con 175 evadidos en 79 ocasiones. Sin duda, la fuga que más contribuyó a este record fue la de 45 presos de la Modelo barcelonesa. Este episodio, de los más conocidos a nivel de calle en relación a COPEL, es todavía hoy un punto oscuro en la historia de la transición, ya que son varias las personas que estando en relación directa con el suceso, dudan de la posibilidad que se organizase una fuga tan masiva sin que la dirección de la prisión estuviese al corriente. De ser cierta esta teoría, se interpretaría como un acto para crear alarma social y permitir un endurecimiento de las condiciones de reclusión, promovido, supuestamente, por una parte del funcionariado de prisiones molesto por la política permisiva del nuevo director general.

En cualquier caso, consentida o no, la fuga provocó la indignación de García Valdés, quien manifestó sentirse traicionado por los reclusos; sirvió de ejemplo para muchos otros intentos –fallidos o exitosos–; y sirvió de pretexto para un endurecimiento del régimen basado en nuevas ordenes circulares encaminadas a “ir asegurando una ordenada convivencia, indispensable para la misma reforma, en el interior de los Establecimientos” –las primeras ya de antes de la fuga–: 29 mayo, declara excepcionales las salidas medicas fuera de los centros; 31 mayo, recuerda la prohibición de maltratos pero señala la posibilidad de hacer uso de “la coacción material dirigida exclusivamente al restablecimiento de la normalidad” y distingue entre autogestión y cogestión; 6 junio, recuerda la obligación de realizar controles periódicos; y 24 julio, prohíbe la correspondencia firmada por siglas, a persones ajenas al círculo familiar de los presos, y entre prisiones. Establece un régimen de “vida mixta” con limitación de actividades en común, comunicaciones orales y escritas restringidas y censuradas a cumplir en aislamiento, en un departamento especial de fuera de la prisión habitual, si fuese necesario, y por último, autoriza a suspender el régimen de cogestión por parte del director de la prisión. Junto a otras posteriores (31 de julio y un Real Decreto-Ley de enero de 1979) que dotarán de medios materiales y capacidad operativa jurídica para conseguir el control sobre las personas encarceladas y erradicar los “movimientos de insurrección carcelaria”.

Mientras estas circulares se hacían efectivas, las cárceles continuaron en pie de guerra, pero ya por poco tiempo. Las medidas dictadas a lo largo de 1978 y principios de 1979 comportan el aislamiento total de la mayoría de miembros de COPEL en un régimen “de vida mixta” que se convertiría en el precedente inmediato del “régimen cerrado” contemplado en el articulo 10 de la Ley General Penitenciaria (L. O. 1/1979 de 26 de septiembre). En paralelo, la potenciación de las progresiones de grado y los permisos de salida para los presos que observasen buena conducta (sistema premio-castigo que rompe la solidaridad entre presos) fueron, según el criterio del propio Carlos García Valdés, las claves de la disminución de la conflictividad. Una apreciación sobre las causas de la desmovilización que también comparten aquellos que la sufrieron: “Por un lado nos secuestraron. A los que despuntábamos un poco más, ¡zas!, nos sacaban a las cinco de la mañana con un esparadrapo en la boca, los ojos vendados, las manos a la espalda, sin nuestra ropa, nos daban un mono lleno de polvo, nos daban zotal, y nos rapaban el pelo… bueno pues a los que veían más así cabecillas nos separaron nos llevaron por todos los lados a Santoña, al Puerto, a Burgos… y a los otros les dieron su vis a vis, los hincharon a permisos y así los contentaron. Divide y vencerás esa fue la reforma de García Valdés.”



IX. El final de la COPEL

De esta manera, a partir de principios de verano de 1978, la lucha organizada por la COPEL comienza a decaer a pasos agigantados y sus comunicados dejan de tener la frecuencia que los había caracterizado. Los motines que se continuaron produciendo durante los próximos meses dejaron de reivindicarse en nombre de la Coordinadora, tanto por la desarticulación efectiva de esta, como por las connotaciones negativas que el término COPEL había adquirido; un proceso, por otro lado, en el que además del extenso currículum de motines que poseía, el surgimiento de grupos armados con pretendidos fines de ayuda al preso social, y supuestos –e improbables– vínculos con otras organizaciones armadas, que la admi-nistración se encargó de explotar en los medios de comunicación, tuvo un peso específico. El apoyo de de los grupos de la calle fue decayendo al mismo ritmo, y no siempre el entendimiento entre el interior y el exterior fue satisfactorio. Finalmente, a las divergencias internas se sumó la proliferación de grupos de carácter mafioso –que ya habían empezado a aparecer durante los primeros meses de 1978, pero que aumentaron a partir de entonces–, que hicieron de las prisiones destrozadas y masificadas (de nuevo Carabanchel y la Modelo encabezando la lista) su ámbito de actuación preferente. Y con la difusión del consumo de drogas duras, principalmente heroína, entre los sectores marginales, en un breve espacio de tiempo se acabó de sepultar el maltrecho vestigio del espíritu de reivindicación común que la COPEL había impulsado. Una concatenación de causas que conduce a la desaparición de la COPEL prácticamente antes de finalizar el año.


--------------------------------------------------------------------------------

* La primera versión de este texto fue presentada como comunicación en el Congreso La transición de la dictadura franquista a la democracia que organizó el CEFID en octubre de 2005 en Barcelona. Posteriormente se publicó, revisado y ampliado, en www.historiacritica.org nº 7. Para aligerar esta versión de notas a pie de página, me remito a la edición digital.

[1] BALLESTER, David i RISQUES, Manel, Temps d’amnistía. las manifestacions de l’1 i el 8 de febrer, Barcelona, Edicions 62, 2001, p. 36.

[2] BLANCO CHIVITE, Manuel, Notas de Prisión, Ediciones Actuales S.A. Barcelona, 1977, p. 84.

[3] Íbid., p. 86.

[4] ¡¡Quienes no han tenido jamás el “derecho” a la(s) palabra(s), la(s) toman ya!!

[5] “O indulto o arrasamos las cárceles. Al habla con un miembro de la COPEL”, Ajoblanco, nº 28, diciembre 1977, p. 6

[6] GARCÍA VALDÉS, Carlos, “Un derecho penal autoritario: notas sobre el caso español”, Cuadernos de Política Criminal, nº 3, 1977, p. 61, citado por BUENO ARÚS, Francisco, “El Real Decreto 2273/1977 de 29 de julio por el que se modifica el reglamento de los servicios de Instituciones Penitenciarias”, Revista de Estudios Penitenciarios, nº 220-223, 1978, p. 111.

[7] El País, 22 diciembre 1977, p. 25

[8] El País, 28 diciembre 1977. p. 21

http://antonionietogalindo.wordpress.com/la-revuelta-de-los-comunes-el-movimiento-de-presos-sociales-durante-la-transicion/

Nessun commento:

Posta un commento