martedì 1 novembre 2011

El debate sobre la Masacre de Mapiripán y los negacionistas colombianos


Hay algo fundamentalmente podrido en la manera en que se ha dado este debate. Por una parte, la principal preocupación de los medios parece ser la de utilizar la ocasión con un oportunismo morboso para desprestigiar el rol del movimiento por la defensa de los derechos humanos. Pero respecto a los hechos, es sorpredente la manera en que una discusión técnica, cuantitativa, se toma para relativizar la naturaleza real y atroz de la masacre. Se toma la diferencia sobre el número de muertos como una manera de bajar el perfil a lo sucedido en Mapiripán, y por qué no, en cientos de otras masacres como lo insinuó Santos cuando dijo que hay más casos como el de Mapiripán. En este debate, los negacionistas caen como buitres para generar confusión sobre los hechos, apoyándose en subterfugios matemáticos e insinuando que en realidad las atrocidades del paramilitarismo o no fueron tan malas o no sencillamente no fueron.

El debate sobre la Masacre de Mapiripán y los negacionistas colombianos

“Aquellas veleidades de la memoria eran todavía más críticas cuando se hablaba de la matanza de los trabajadores. Cada vez que Aureliano tocaba el punto, no sólo la propietaria, sino algunas personas mayores que ella, repudiaban la patraña de los trabajadores acorralados en la estación, y del tren de doscientos vagones cargados de muertos, e inclusive se obstinaban en lo que después de todo había quedado establecido en expedientes judiciales y en los textos de la escuela primaria: que la compañía bananera no había existido nunca.
(…) Aureliano tembló de rabia.
-¡Ah! -dijo-, entonces usted tampoco cree.
-¿En qué?
-Que el coronel Aureliano Buendía hizo treinta y dos guerras civiles y las perdió todas -contestó Aureliano-. Que el ejército acorraló y ametralló a tres mil trabajadores, y que se llevaron los cadáveres para echarlos al mar en un tren de doscientos vagones.”
(Gabriel García Márquez, Cien Años de Soledad)

En Alemania, más de medio siglo después que las abominaciones del nazismo tuvieran lugar, es duramente sancionado por la ley el negar el Holocausto nazi o que sus víctimas hayan sido seis millones. Esta puede considerarse una tendencia exagerada si se toma en consideración que la verdad histórica debe estar abierta al exámen de los hechos y que de este ejercicio la sociedad debería enriquecerse con nuevos ángulos y una conciencia renovada de lo que ha sido y no debe volver a ser. Sin embargo, es la respuesta natural de una sociedad que ha tomado conciencia de los horrores de su pasado colectivo.

En Colombia, tal conciencia de los horrores del paramilitarismo no existe. Que tal conciencia no exista se debe, en gran parte, a que las abominaciones del paramilitarismo que ha secuestrado, asesinado, torturado, violado, desaparecido, mutilado a cientos de miles de colombianos no es un asunto del pasado sino una realidad plenamente actual. Los sectores económicos que se beneficiaron de esta campaña de terror siguen controlando la economía colombiana. El Estado que creó este aparato de muerte sigue intacto, con las mismas familias conduciendo los destinos del país. El Ejército, que implementó esta maquinaria infernal, sigue no sólo intacto, sino que se ha ampliado y ha refinado sus métodos. Y la maquinaria paramilitar sigue siendo la mano invisible de la “Ley y el Orden” en la mayor parte del territorio colombiano.

Acá no hubo una vuelta de página ni un intento serio de hacer justicia o conocer la verdad histórica. Todo lo contrario: los mecanismos legales creados en los últimos años, supuestamente para beneficio de las víctimas, como son la ley de Justicia y Paz y la nueva Ley de Víctimas de Santos, garantizan la impunidad y el mantenimiento del status quo. Más aún, los violentólogos que fungen de expertos en temas de conflicto se han encargado de distorsionar los hechos del conflicto y de diluir la responsabilidad capital del Estado en éste. Y los apologistas del paramilitarismo en los medios, como lo demostró el reciente caso de Ernesto Yamhure, han seguido enquistados cumpliendo su labor de justificar lo injustificable, el auténtico Holocausto que ha vivido el campo colombiano en las últimas dos décadas: 5 millones de desplazados, más de seis millones de hectáreas robadas a los campesinos pobres y 175.000 víctimas del paramilitarismo reconocidas en Justicia y Paz así lo demuestran.

El debate de la masacre de Mapiripán que se ha desatado de manera bastante sensacionalista por parte de los medios es prueba de lo que digo. Entre el 15 y el 20 de Julio de 1997, unidades de las Autodefensas Unidas de Colombia, banda proto-fascista al servicio del Estado colombiano y del gamonalismo, llegaron el pueblo de Mapiripán en el Meta, apoyados por unidades del Ejército y transportados por unidades de la policía anti-narcóticos. Hubo complicidad, en temas de inteligencia, de funcionarios del Estado y de asesores estadounidenses. El pueblo fue tomado por cinco días por los paramilitares, con el beneplácito del Estado, que les permitió allanar las casas en busca de “sospechosos”, los cuales fueron torturados con motosierras, taladros y machetes, para luego ser muchos de ellos asesinados frente a la comunidad en ejecuciones públicas. La guerrilla de las FARC-EP, con fuerte presencia en la zona, intentó acudir al apoyo de la población y enfrentarse a los paramilitares, ante lo cual intervino el Ejército, que le bloqueó el paso con operativos militares, mientras permitía a las AUC terminar su “limpieza social” en la que, según la versión oficial, corroborada por el comandante paramilitar Carlos Castaño, habrían muerto 49 personas, aún cuando la cifra nunca se estableció del todo pues los cadáveres fueron arrojados desmembrados al caudaloso río Guaviare. Por estos hechos el Estado ha debido compensar a las víctimas y recibió una condena de la CIDH en el 2005.

En Octubre, apareció una mujer, Mariela Contreras, cuyo esposo y dos hijos habían sido ingresados como víctimas de esta masacre, diciendo que uno de sus dos hijos desaparecidos habría aparecido con vida en el 2008, que su esposo si había sido asesinado por los paramilitares, pero que todo esto no habría ocurrido en Mapiripán. Inmediatamente saltaron los medios a cuestionar al Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CCAJAR), que representó a las víctimas. La oportunidad también fue aprovechada de la manera más cínica por funcionarios de gobierno, que en una auténtica procesión, salieron a rasgarse los vestidos ante el supuesto “engaño de Mapiripán”: el fiscal-inquisidor Ordoñez salió a pedir la revisión del fallo contra el Estado por parte del CIDH (pese a que el fallo no se fundamenta en el número exacto de víctimas) y a comparar al CCAJAR con una banda de delincuentes; el presidente Santos salió a denunciar la estafa de las víctimas y a defender versiones de paramilitares que hablan de 13 víctimas; y en el giro más orwelliano de todos, el ministro Pinzón salió a decir que el Ministerio de Defensa era una víctima en este caso…. Si, el ministerio de defensa, los mismos que orquestaron y facilitaron la masacre, sea de 49 ó de 26 ó 13 personas, ¡resulta que ellos ahora son las víctimas! Hay que ser, en verdad, muy sinvergüenza. Sería como si Hitler se presentara como víctima de calumnias porque, al parecer, el diario de Ana Frank no habría sido escrito por ella.

Hay algo fundamentalmente podrido en la manera en que se ha dado este debate. Por una parte, la principal preocupación de los medios parece ser la de utilizar la ocasión con un oportunismo morboso para desprestigiar el rol del movimiento por la defensa de los derechos humanos. No puedo dejar de pensar en el plan del DAS para este mismo efecto que fue revelado por la editorial de Juan Gossaín de RCN radio del 16 de Abril del 2010, en que una serie de operaciones con nombres como “Halloween”, “Internet”, “Amazonas”, “Transmilenio”, etc. buscaban, en sus propias palabras, desinformar a la población, neutralizar a las ONG, fabricar vínculos con organizaciones insurgentes, estimular controversia en torno a las ONGS, neutralizar a la CIDH y específicamente lo mencionan, al CCAJAR[1]. Parece que finalmente la mano negra de los servicios de inteligencia colombianos, con el gentil apoyo de los medios más arrodillados del mundo, están explotando a cabalidad una oportunidad de oro presentada por la sra. Contreras (cuyas motivaciones para hacer esta denuncia se desconocen) para buscar dar el golpe de gracia a los pocos abogados que se preocupan por los “molestos” derechos humanos en Colombia, precisamente, en los mismos momentos en que Santos ha dado luz verde para que el Ejército profundice la guerra sucia[2].

Pero respecto a los hechos, es sorpredente la manera en que una discusión técnica, cuantitativa, se toma para relativizar la naturaleza real y atroz de la masacre. Se toma la diferencia sobre el número de muertos como una manera de bajar el perfil a lo sucedido en Mapiripán, y por qué no, en cientos de otras masacres como lo insinuó Santos cuando dijo que hay más casos como el de Mapiripán. En este debate, los negacionistas caen como buitres para generar confusión sobre los hechos, apoyándose en subterfugios matemáticos e insinuando que en realidad las atrocidades del paramilitarismo o no fueron tan malas o no sencillamente no fueron.

Esto es importante de tenerlo en cuenta cuando hay un sector de la élite que se benefició con los crímenes del paramilitarismo, que cínicamente niega estas abominaciones y los cuales se han regocijado con la cobertura sensacionalista que los medios han dado al caso. Para quienes llevan años atacando a los derechos humanos como un estorbo para la “noble” misión del Ejército o acusando a los defensores de derechos humanos de “sicarios morales”, el show montado por los medios colombianos en torno a Mapiripán es como Maná del Cielo. Han recargado sus baterías para seguir diciendo idioteces como que todos los militantes de la UP están de rumba en Suecia o que a los sindicalistas los matan por crímenes pasionales, y para pedir que se libere al general Uscatégui, condenado por la masacre de Mapiripán.

El investigar la verdad histórica es importante. Pero que no es tal la intención de los medios ni de los oficiales del gobierno, sino que tender un velo de confusión sobre esta verdad, queda claro por el sesgo mediante el cual escudriñan en algunos detalles de Mapiripán (número de víctimas), dejando de lado otros (la indiscutida complicidad del Estado en la masacre). Ni que decir de otros casos que evidencian este sesgo, como todas las veces que se han atribuido crímenes a los guerrilleros que finalmente han sido hechos por el ejército, el paramilitarismo o la delincuencia común, o cuando se les acusa de muchas más víctimas que las que realmente han causado (caso Awá o Boyajá[3]). En esos casos, bien poco le importa a los medios la verdad histórica y jamás se rectifica, quedando la verdad oficial en abierta contradicción con la histórica.

Cuando se cometen atrocidades de la escala que las ha cometido el paramilitarismo colombiano, no es posible saber con certeza el número de víctimas. Por ejemplo, es muy poco probable que el número de víctimas de los nazis hayan sido exactamente seis millones de personas, o que las víctimas del reciente bombardeo de la OTAN en Libia sean 100.000 –pueden haber sido 99.999 ó 102.348, pero ni la una ni la otra cifra invalidan la escala ni la atrocidad del crímen. Cuando hablamos de que los muertos se cuentan en las decenas de miles como en Colombia, que uno ó dos, o tres ó diez personas hayan aparecido posteriormente con vida, no cambia lo fundamental de los hechos ni atenúa su atrocidad. Esto lo confirma la sentencia de la CIDH sobre Mapiripán que establece (en base al testimonio de paramilitares y una multiplicidad de testigos) la muerte de varias “decenas” de personas, cifra difícil de establecer con total exactitud debido a la desaparición de personas y al trauma colectivo representado por el hecho.

Saludamos en principio que se vuelva a investigar el caso de Mapiripán y que se determine el número exacto de víctimas, pues creemos que en última instancia esto debe ayudar a la memoria; pero que no se ignoren los hechos que llevaron a la masacre, sus responsables directos, intelectuales y sus beneficiarios. Como establece el comunicado del CCAJAR, que la disputa sobre tal o cual muerto, no debe relativizar lo indiscutible, y es que los “hechos conocidos como la “Masacre de Mapiripán”, constituyen una grave violación a los derechos humanos, por su naturaleza, actores implicados, la sevicia con que se cometió y el terror que generó, no solo en Mapiripán, sino en el país entero.”[4]

Que la búsqueda de la verdad histórica no sea utilizada de manera oportunista y cínica por personajes de motivaciones obscuras, que tienen sangre en sus manos y su conciencia. No permitamos que la amnesia colectiva, como la plaga de Macondo, se le dé espacio en la sociedad colombiana porque es en la memoria en la cual reside el poder de la no repetición. El negacionismo histórico debe ser combatido, con la misma fuerza que seguimos combatiendo las estructuras políticas y económicas que siguen alimentando el genocidio en Colombia.

José Antonio Gutiérrez D.
29 de Octubre, 2011

http://www.nodo50.org/anarcol/index.php?option=com_content&task=view&id=3657&Itemid=44

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